Diversos enfoques psicológicos, filosóficos y espirituales han sostenido que ocuparnos de asuntos mundanos no nos hace felices. Más bien, han considerado que la avidez por tales aspectos nos conduce al sufrimiento. A pesar de eso, continuamos buscando placeres y satisfactores materiales, por muy banales que estos sean.
Cuando, por ejemplo, deseamos mucho un auto y vamos a una agencia a comprarlo, sentimos una emoción muy agradable. Después de cinco o seis meses, percibimos que la emoción y el gusto que sentíamos al usar el automóvil han empezado a disminuir. Nos acostumbramos a él, dejamos de notar los beneficios que, aun antes de adquirirlo, eran muy evidentes. Lo mismo sucede con una prenda de vestir, un par de zapatos, un celular o una computadora.
Olvidamos el gozo que sentimos cuando nos cambiamos a una casa nueva mucho antes de que terminemos de pagarla. Si recibimos un aumento de salario por nuestro trabajo, al poco tiempo ya no lo valoramos como al principio, deseamos y requerimos más dinero para volver a sentir el mismo agrado que nos daba hace meses tener un poco menos. Incluso, subrayemos, tener un aumento del salario y comprar una casa, además de proporcionar placer, están relacionados con la satisfacción de necesidades e impulsos básicos como la seguridad, el territorio, el cuidado del organismo y la crianza.
Si la felicidad no se obtiene a través del consumo de objetos y servicios, que de por sí deseamos que cada vez sean más y mejores, habremos de reconocer que la satisfacción es momentánea y corporal y que la felicidad es un estado de la mente.
Dejamos de notar el apoyo, el cariño, el dinero y la ternura que nos otorgan nuestros seres cercanos. Fácilmente nos acostumbramos a recibir todo lo bueno que nos dan, dejamos de valorarlo y a veces llegamos a considerar que es su deber dar lo que ahora nos dan y antes no nos concedían.
Si nuestra pareja nos ayuda haciendo algo que es nuestra responsabilidad, lo agradecemos, pero si lo hace todos los días, dejamos de darle las gracias y nos enojamos si un día deja de apoyarnos. Incluso, parecería que fue un error habernos ayudado. La dependencia que tenemos de nuestros seres cercanos, en lo material y emocional, deja de percibirse y agradecerse por ser cotidiana.
Nuestros sentidos no perciben de la misma manera aquello que se mantiene constante durante cierto tiempo. La caricia de una madre a su bebé, que al principio es placentera, si mantiene el mismo tipo de movimiento, intención, presión y la misma extensión de la piel que toca, lo agradable desaparecerá y al poco tiempo puede llegar a ser incómoda y molesta.
Sucede que la mente nos hace ver las cosas muy parecidas de un día a otro, de una semana a otra. Cuando pasa el tiempo, nos convence de que nuestras ideas, aquello en lo que creemos, permanecen inalterables. Ante un cambio, la mente busca que la novedad desaparezca. Cuando las cosas parecen iguales, tiende a ignorarlas.
Gracias a esto -también es cierto- podemos, por un lado, poner nuestra atención en los nuevos retos de la vida y, por otro, también nos ayuda a confiar.
Es conocido, gracias a la neurociencia, que fácilmente nos habituamos a las cosas que nos perjudican y no reaccionamos ante la amenaza o el dolor cuando el cambio es paulatino. Si cayera una rana dentro de una olla con agua muy caliente, el anfibio brincaría para salvarse. En cambio, si otra rana estuviera dentro de una olla con agua y el líquido empezara a calentarse con una lumbre muy baja, a los pocos minutos esta rana no brincaría y terminaría por coserse y morir.
Cuando los cambios son paulatinos, dejamos de notarlos. Los peligros inminentes los percibimos de inmediato, como un auto que aparece súbitamente frente a nosotros en la carretera. En cambio, cuando nos comemos tranquilamente un postre que contiene mucha azúcar, la mente no grita: "¡Peligro!, si sigues comiendo azúcar como hasta ahora, vivirás menos".
Los problemas inmediatos atraen la atención; los lejanos, no. En la vida diaria, no vemos de manera directa el adelgazamiento de la capa de ozono en la atmósfera, el aumento de un grado en la temperatura del mar o la lluvia ácida.
Si bien estas situaciones son fatales para todos, solo nos alertamos cuando la amenaza tiene base real y se percibe como inminente. No nos damos cuenta de los peligros ecológicos ni sufrimos ninguna descarga emocional. Esas brutales amenazas solo son percibidas si son inmediatas y contra nosotros mismos.