La fuerza de la ansiedad

Escrito el 07/02/2025
Federico Pérez Castillo


Supongamos que te encanta el fútbol, que naciste en algún país amante de este deporte y esta noche juega tu selección contra la de Brasil. Te has preparado con tu familia para disfrutar del encuentro por televisión.

Son las siete de la noche. Sales apresuradamente al supermercado a comprar algo que te falta. Al pasar por los pasillos, te das cuenta de que, en los estantes, cerca de las cajas, hay en oferta una enorme bolsa de cacahuates salados con limón, los que más te gustan. Es la última bolsa.

Aunque ya estabas llegando a la caja para pagar solo lo que llevabas, la imagen en tu mente de los cacahuates preferidos te evoca recuerdos y sentimientos placenteros que has vivido. Originalmente tú no deseabas cacahuates, deseabas solamente pasar un rato agradable con tu familia. Pero el deseo, en este caso, surge del recuerdo y de la sensación placentera.

—Mmmm... cacahuates —te dices en silencio mientras salivas—. Con limón y sal...

Tu mente, que estaba apacible, se agita y busca más sensaciones placenteras asociadas a ese estímulo.

—Voy a llevar estos exquisitos cacahuates... Mi esposa también a veces los come... Qué rico es comer estos cacahuates saladitos...

Luego viene la decisión:

—¡Me los voy a llevar!

Y después surge el apego y la invención de los mitos:

—¡Claro, es la última bolsa, seguro es para mí!

Volteas hacia el pasillo donde están los cacahuates y, cuando estás a punto de tomar la bolsa, ves que al lado hay una mano. Es otro cliente, porta un lujoso reloj, escudriña entre “tu bolsa” y las otras bolsas de cacahuates.

Arrebatado por el miedo de perderla, te atraviesas un poco, la tomas súbitamente ante los ojos atónitos del otro cliente y te apresuras a regresar hacia la fila de la caja, mientras la otra persona te mira extrañada y con recelo.

Cuando sacas el dinero de tu cartera, te aseguras convencido, también en silencio:

—Si no me apuro, me la gana, así son algunos de aprovechados.

En el supuesto caso de que el otro cliente, al subir a su auto contiguo al tuyo, te mirara fijamente, imagina lo que en tu diálogo interno rumiarías:

—Qué bárbaro, adentro del súper quería arrebatarme mis cacahuates y ahora viene a reclamarme.

Imagina qué posibles acciones podrían suscitarse por la fuerza de tu diálogo interno y el apego a una bolsa de cacahuates.

Una vez que la avidez y la desesperación se magnifican por nuestro diálogo interno, las actitudes mezquinas son casi inevitables.

Por el ansia de tener algo tan insulso como la última blusa, una bolsa de marca en un día de “ofertas”, un lugar “preferente” en una larga fila o unos cacahuates, nos volvemos fácilmente iracundos y antisociales.

Cuando el apego y la avidez son activados para poseer objetos muy caros, ajenos, cometer adulterio, imponer los caprichos de nuestros hijos a los hijos de los demás, ser famosos o poderosos, estamos dispuestos a cometer atropellos para cumplir nuestros ávidos y ansiosos deseos.

Entonces los riesgos son mayores y muy probablemente acarreen desprecio, envidia, celos, sufrimiento, incluso violencia.